Diciembre 29
¿Cómo ponerse las alas?
Versión modificada del Cuento publicado en Literautas
Ese día Clara se levantó de prisa, como todos los días, y se fue
al baño. Cuando se disponía a entrar se detuvo asustada por el aleteo y los
dilatados chillidos de un pichoncito preso entre las rejas de la claraboya del
baño. Tomó una respiración profunda para recuperar el aliento y cerciorarse de
lo que pasaba. ¿Cómo había entrado aquel pajarito?– se preguntaba la joven
mientras observaba al ave atrapada que no dejaba de aletear, de piar, de querer
zafarse. Su instinto le daba la voz de alarma y él reaccionaba, temeroso y
enfurecido. De pronto, ya no veía a un pajarito, era ella misma la atrapada. Se
observaba dándose golpes contra las paredes y los espejos, sin poder encontrar
la salida. Era un baño enorme y blanquísimo forrado de baldosas brillantes, el
techo era muy alto, y el sitio del tragaluz lo era más aún. Apenas procuraba
salir de su encierro venía la madre a decirle crueles mentiras que caían como
pesadas gotas de agua en una lata vacía:
«–¡Este es el único lugar donde te soportan!»
«–¡No podrás permanecer fuera, ni mucho menos vivir con alguien
más, nadie te tolerará!»
«¡Nadie!»
Retumbaban las sentencias, Clara se
estremecía, se tapaba los oídos con la intención de no escuchar el zumbido constante
que producía la circulación de la sangre. Y así, con esa misma
sensación, despertaba sudorosa y asustada al filo de las 3 de la mañana. Por
muchos años, un sueño similar a ese, fue el inicio de largos y tortuosos desvelos.
Era la mentira repetida mil veces, y el encierro, la pena merecida.
Un buen día, de vuelta de un largo viaje
interior, lleno de tropiezos, aventuras y desventuras, ella consiguió emerger del engaño,
y logró reescribir el guión de su sueño. De nuevo la escena del pajarito
revoloteando intentando encontrar la salida dentro de un baño blanquísimo y
lleno de luz. De pronto, ya no veía al ave, era ella misma temblorosa y
agitada, buscando un resquicio por donde escapar. Se miró en el espejo y esta
vez se dijo, con determinación: “–Ya no más presa, ya no más”. Y de repente se vio
parada en la cornisa de la habitación, y se sintió capaz de alzar el vuelo, se
alisó la ropa, y abrió sus alas, tomó una respiración honda, cerró los ojos y
se lanzó al vacío. Estaba volando, no lo podía creer, primero rasando por los techos de las casas, y
luego surcando el cielo volando alto, muy alto hacia el Ávila. Desde allí pudo
ver sus bosques, el Humboldt que se plateaba con los rayos de la mañana, sus
pequeños ríos, los sembradíos de claveles y tulipanes, la gente que subía trotando
se veía pequeñita, así como los que
araban los terrenos marrones. Llegó al mar, lo vio azul y plata a lo lejos. Lo
distinguió y se le hinchó el pecho de emoción, siempre le sucede cuando ve el
mar, azul e inmenso, majestuoso entre las montañas verdes y arañadas por la
furia del agua. Le encantó esa visión desde arriba, el rostro húmedo por el
salitre y el corazón agradecido. Con esa sensación se despertó Clara.
Ese día se levantó de prisa, como todos los días, y se fue al
baño, se miró al espejo y sonrió. Esa mañana luego bañarse largamente, sin
perder de vista un agujerito que había en el tragaluz, decidió tomarse el día
para celebrar que había aprendido a volar.
Versión modificada del Cuento publicado en Literautas
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