Noviembre 14
¿Qué tiene
que ver Bartimeo con Lousie Hay?
“Necesitamos
cuidar muy bien nuestro cuerpo. Necesitamos tener una actitud mental positiva
hacia nosotros mismos y hacia la vida. Necesitamos además una fuerte conexión
espiritual. Cuando están equilibradas estas tres cosas, sentimos alegría de
vivir.” Así dice Louise Hay en su libro Sana tu Vida. Ese pequeño libro de los años
80 contiene muchas afirmaciones válidas, pero la más valiosa, a mi juicio, es
la siguiente: “Ningún médico, ningún terapeuta nos puede dar esto si no nos
decidimos a participar en nuestro proceso de curación.”
Ni siquiera
Jesús puede curarnos sin nuestro consentimiento, así lo leemos en el evangelio
de Marcos. Jesús había llegado a Jericó rodeado por una multitud de seguidores,
ahí estaba Bartimeo, a la orilla del camino, el ciego clamó: —¡Jesús, Hijo de
David, ten compasión de mí! Luego de escuchar su ruego Jesús lo llamó y éste “arrojando
la capa, dio un salto y se acercó a Jesús. —¿Qué quieres que haga por ti? —le
preguntó. —Rabí, quiero ver —respondió el ciego. (Mc 10, 46-52). Ahora me pregunto, además de clamar, ¿qué
necesito hacer para dejarme sanar por Jesús? ¿Qué me enseña este ciego?
Bartimeo arroja su capa y se pone en el camino, busca a Jesús y lo escucha, y
sabe de qué desea ser curado. ¿Acaso sé de qué estoy enferma o cuál es la causa
de mi ceguera? ¿Estoy dispuesta a
preguntarle a alguien y dejarme ayudar? ¿Deseo ser activa en mi proceso de
sanación o estoy esperando un abracadabra? Me pregunto, te pregunto.
Y ahora de
nuevo escuchamos la voz de Louise, “Este librito no «sana» a nadie. Lo que sí
hace es despertar la capacidad de contribuir al propio proceso curativo.” Esa
sinceridad respecto al proceso de sanación me reconcilia un poco con esa
literatura, que tanto consumimos hoy día, la de autoayuda. Hablo en primera
persona porque he leído bastantes libros bajo esa etiqueta, pero no por ello
todos son sinónimo de cierta autosuficiencia, de esa que caracteriza a muchos de
quienes nos movemos en lo efímero que es todo en el mundo de hoy.
Yo me curo
sola, me ayudo a mí misma, me dirijo sola,… leo un libro y ya, convenzo a mi
mente de algunas verdades que no requieran de mucha interiorización y listo, ¡me
autoayudé! Esto último lo digo porque así lo hice en muchas ocasiones, porque
más de una vez quise pagarme y darme el vuelto (o el cambio). Incluso en plena
oración frente al Señor sólo fui a hablar y a pedir, no sabía otra forma de
hacerlo, -haz silencio me recomendaba un cura amigo-, y yo me sentía terrible
porque ante el mandato de silencio mi mente se alborotaba más y más, haciéndose
casi imposible acallarla, entonces mis músculos se contraían y la mente se
concentraba en mantenerlos así bien portaditos y rígidos. De esa forma no había
manera de que yo iniciara algún viaje interior, entonces en mi caso, la lectura
de Louise solita no me sirvió, no me era útil porque sólo alborotaba mis culpas
y mis sentimientos perfeccionistas.
Pero al igual que Bartimeo, el
Señor no desatendió mis súplicas, comencé a no querer estar más en la orilla
del camino y, de la mano de mi hijo regresé; y Jesús, de nuevo, conquistó mi
corazón. Luego de un tiempo con la ayuda de mi terapeuta, -a quien también me
llevó mi hijo-, comencé ese lento
proceso de sanación, pero acompañada: otra voz me guiaba, otro oído me escuchaba y no me juzgaba tan
duramente como yo lo hacía. Entonces fue posible comenzar a quitarme la capa y a
buscar dentro de mí. No ha sido fácil, pero sé que llegué a ese consultorio con
una decisión tomada, con una súplica escondida en mi garganta: —¡Jesús, Hijo de
David, ten compasión de mí! Y Él, que la tuvo desde siempre, esperó a que yo
quisiera, a que estuviera dispuesta a pedirle: –¡Quiero ver! Todavía continúa
enviándome su luz, sus ángeles, respetando mi tiempo y haciéndome conocer mis
limitaciones,… Todavía ante el mandato
de silencio interior hay una reacción de rigidez muscular, pero al menos sé que
la hay, y puedo relajar. También tengo un trecho de camino, podado y sin mucha maleza, por donde andar hacia mi interior, con ayuda y sin dejar de escribir ni de orar,
algún día llegaré al centro donde ambos en un
abrazo de amor podremos al fin juntos bailar.
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