Noviembre 7
¿Cómo seré de mayor?
A Carmen, por sus abrazos
Recuerdo la primera vez que fui a un hogar para ancianas. Esa
visita me impactó, la asocio con miedo y
resistencia, con la culpa que sentía mi mamá al ingresar a mi abuela en ese
lugar. Fue hace muchos años, mi hijo estaba pequeñito y lloraba mucho cuando lo
llevaba de visita. Era una casona vieja, tenía amplios corredores con poltronas
y perezosas para las residentes, otras abuelas estaban en sillas de ruedas. El
caserón tenía un amplio patio interno lleno de plantas y el olor a orine
uniformaba el interior de la vivienda.
Poco a poco fuimos acostumbrándonos a la idea de que allí estaría
mejor cuidada, mi mamá la visitaba casi a diario, y yo lo hacía una vez por
semana. Pronto las vecinas de mi abuela también nos daban la bendición, pronto
nos hicimos conocedoras de sus historias y de sus achaques. Mi mamá comenzó a
hacerles pequeños favores o a llevarles detalles: un pancito dulce, un agua de
colonia, un mentol,… esas pequeñeces
que hacen más gratos los momentos compartidos, esas, con las que se riega el
amor.
Recientemente, mi marido y yo hemos estado yendo a un hogar para abuelas, allí hemos aprendido a querarlas y hemos recibido de muchas un tierno afecto. En ese hogar he conocido las diferentes formas que adquirimos las mujeres
cuando envejecemos más allá de los 70. Unas andan lentamente por la vida,
agradecidas y sonrientes. Otras se van entumeciendo hasta quedarse adheridas, en
sus sillas de ruedas, a sus padecimientos, a sus quejas y refunfuños. Otras
conservan la coquetería de la juventud, son enamoradas y llenan sus bracitos
con joyería de escaso valor. Otras extrañan la cocina, y perdidas en el tiempo,
añoran prepararle guisos a sus pequeños o a sus esposos. Muy pocas leen o
escriben, otras son adictas a la televisión y sus comedias, como le decía mi abuela
a las telenovelas. Unas decidieron francamente permitirse descansar, no
resistirse a las limitaciones físicas de la edad, toman siestas a cada momento,
y son grandes conversadoras, gran parte de sus charlas inician con: –Cuando yo
era…y conocí a mi marido... Otras, consumidas por la angustia y el dolor, han
encontrado un camino ajeno en el cual su mente se ha extraviado, ellas mueren a
diario de hambre y de miedo.
Pero cuando se trata de las mujeres de mi familia: mi mamá
y mis tías, para ellas superar los 70 o los 80 es otra cosa. Ellas están increíblemente conservadas,
sus cuerpos todavía esbeltos dejan traslucir la otrora belleza juvenil. Su cutis,
mantenido bajo un riguroso régimen de limpieza e hidratación diarias, revela muchos
menos años de los cumplidos o confesados. Igualmente lo han hecho con su mente, algunas
se mantienen al día con lo que acontece, devoran tanto libros como noticias. Hacen
gala de una considerable energía para hacer sus labores diarias, algunas como mi
mamá, todavía trabaja fuera del hogar. Si ellas son las raíces de esta planta que
florece en mí: ¿cómo seré cuando llegue a los 70?
Ahora que reconozco mi caminar impregnado de longevidad femenina, me pregunto:
¿cómo me imagino al tener esa edad?, si es que llego. Me imagino con la risa
fácil y los brazos dispuestos a dar una caricia o un buen abrazo; con mi temple
de siempre, pero más cercana y dispuesta a escuchar al otro. Me imagino
desapegada y con poquitas cosas, con muchas ganas de seguir escribiendo y de emprender
proyectos, viajes o ideas innovadoras. Imagino mis vacíos llenos de amor, y mis
músculos libres de todo exceso de contracción. Mi imagino dispuesta a disfrutar de mi vida y mis amigas.
Me imagino orante y servicial, agradecida de serle útil al Señor aquí en la
tierra. Me imagino rodeada de gente joven, gozando al
ver la pasión de esa edad, cómplice de sus aventuras. Me imagino en la orilla del mar, respirando su
salitre y su peculiar bálsamo sonoro. Me imagino a tu lado escuchando tu respetuoso
silencio ante el mar. Me imagino descansando y sin autoexigencias. Me imagino abuela
de una hermosa nieta de ensortijados pelos largos que me abrace y me diga: –Te quiero
abuela, ¿quieres jugar conmigo? –Vamos, cuéntame cómo era mi papá cuando estaba
chiquito y qué travesuras hacía, anda cuéntame abuelita, vamos juntas al mar. Y
le enseñaría ese hermoso poema de Rubén Darío que mi hijo recitaba de pequeño: “Margarita, está
linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar; tu
acento: Margarita, te voy a contar, un cuento:”
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