lunes, 16 de noviembre de 2015

¿Qué tiene que ver Bartimeo con Lousie Hay?



Noviembre 14
¿Qué tiene que ver Bartimeo con Lousie Hay?

“Necesitamos cuidar muy bien nuestro cuerpo. Necesitamos tener una actitud mental positiva hacia nosotros mismos y hacia la vida. Necesitamos además una fuerte conexión espiritual. Cuando están equilibradas estas tres cosas, sentimos alegría de vivir.” Así dice Louise Hay en su libro Sana tu Vida. Ese pequeño libro de los años 80 contiene muchas afirmaciones válidas, pero la más valiosa, a mi juicio, es la siguiente: “Ningún médico, ningún terapeuta nos puede dar esto si no nos decidimos a participar en nuestro proceso de curación.”
Ni siquiera Jesús puede curarnos sin nuestro consentimiento, así lo leemos en el evangelio de Marcos. Jesús había llegado a Jericó rodeado por una multitud de seguidores, ahí estaba Bartimeo, a la orilla del camino, el ciego clamó: —¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Luego de escuchar su ruego Jesús lo llamó y éste “arrojando la capa, dio un salto y se acercó a Jesús. —¿Qué quieres que haga por ti? —le preguntó. —Rabí, quiero ver —respondió el ciego. (Mc 10, 46-52). Ahora me pregunto, además de clamar, ¿qué necesito hacer para dejarme sanar por Jesús? ¿Qué me enseña este ciego? Bartimeo arroja su capa y se pone en el camino, busca a Jesús y lo escucha, y sabe de qué desea ser curado. ¿Acaso sé de qué estoy enferma o cuál es la causa de mi ceguera?  ¿Estoy dispuesta a preguntarle a alguien y dejarme ayudar? ¿Deseo ser activa en mi proceso de sanación o estoy esperando un abracadabra? Me pregunto, te pregunto.
Y ahora de nuevo escuchamos la voz de Louise, “Este librito no «sana» a nadie. Lo que sí hace es despertar la capacidad de contribuir al propio proceso curativo.” Esa sinceridad respecto al proceso de sanación me reconcilia un poco con esa literatura, que tanto consumimos hoy día, la de autoayuda. Hablo en primera persona porque he leído bastantes libros bajo esa etiqueta, pero no por ello todos son sinónimo de cierta autosuficiencia, de esa que caracteriza a muchos de quienes nos movemos en lo efímero que es todo en el mundo de hoy.
Yo me curo sola, me ayudo a mí misma, me dirijo sola,… leo un libro y ya, convenzo a mi mente de algunas verdades que no requieran de mucha interiorización y listo, ¡me autoayudé! Esto último lo digo porque así lo hice en muchas ocasiones, porque más de una vez quise pagarme y darme el vuelto (o el cambio). Incluso en plena oración frente al Señor sólo fui a hablar y a pedir, no sabía otra forma de hacerlo, -haz silencio me recomendaba un cura amigo-, y yo me sentía terrible porque ante el mandato de silencio mi mente se alborotaba más y más, haciéndose casi imposible acallarla, entonces mis músculos se contraían y la mente se concentraba en mantenerlos así bien portaditos y rígidos. De esa forma no había manera de que yo iniciara algún viaje interior, entonces en mi caso, la lectura de Louise solita no me sirvió, no me era útil porque sólo alborotaba mis culpas y mis sentimientos perfeccionistas.
Pero al igual que Bartimeo, el Señor no desatendió mis súplicas, comencé a no querer estar más en la orilla del camino y, de la mano de mi hijo regresé; y Jesús, de nuevo, conquistó mi corazón. Luego de un tiempo con la ayuda de mi terapeuta, -a quien también me llevó mi hijo-, comencé ese lento  proceso de sanación, pero acompañada: otra voz me guiaba,  otro oído me escuchaba y no me juzgaba tan duramente como yo lo hacía. Entonces fue posible comenzar a quitarme la capa y a buscar dentro de mí. No ha sido fácil, pero sé que llegué a ese consultorio con una decisión tomada, con una súplica escondida en mi garganta: —¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Y Él, que la tuvo desde siempre, esperó a que yo quisiera, a que estuviera dispuesta a pedirle: –¡Quiero ver! Todavía continúa enviándome su luz, sus ángeles, respetando mi tiempo y haciéndome conocer mis limitaciones,…  Todavía ante el mandato de silencio interior hay una reacción de rigidez muscular, pero al menos sé que la hay, y puedo relajar. También tengo un trecho de camino, podado y sin mucha maleza, por donde andar hacia mi interior, con ayuda y sin dejar de escribir ni de orar, algún día llegaré al centro donde ambos en un  abrazo de amor podremos al fin juntos bailar.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

¿Es por tu gracia?


Noviembre 10


¿Es por tu gracia?


El lunes amaneció clarito el azul, agradecí el haber podido ir al parque a hacer Tai Chi, agradecí la vida y me di a la tarea de cocinar. El lunes amanecí con propósito de enmienda, queriendo amigarme con lo que por costumbre me había peleado, poniendo mi cuota para que la rutina no socavara mi conversación matutina con Dios y lo que le he estado prometiendo: procuraré ofrecerte cualquier acción o encuentro para que tú lo bendigas. Transcurrió la mañana con alegría y sin novedad, se asomó el mediodía y con el sol cenital llegó a nuestra casa mi papá y sus tareas pendientes, sus exigencias, sus cosas que me causan gracia; dispuesta a todo me instalé a atenderlo. Todo iba muy bien hasta que, ya para despedirse, y con una sola oración me dejó devastada y llorando como una chiquita.


¿Cómo se va a reír de lo que me causa frustración? ¿Cómo es posible que todavía, después de 53 años, no lo conozca? ¿Cómo puedo ser tan vulnerable a su abrasivo humor o a su falta de tacto? Me repito una y otra vez: sé que me quiere. Me atrevo a afirmar que hay una verdadera relación irracional con los padres y las madres. Sus cosas, las que ya conocemos hasta el cansancio, y de las que la mayoría de la gente les ríe como cosa de viejos todavía impactan a la niña que hay adentro esperando el reconocimiento de su papá. Y aunque la guerrera ya no me visita con tanta frecuencia, se hizo presente e inició frente mi esposo un acto de autocompasión y agresión hacia él, un drama que se comenzó a escribir como acostumbraba a hacerlo:


–Claaaro, tú no entiendes, ¿qué-vas-a-entender?, si en tu casa son capaces de celebrarte cualquier cosa, –le decía airada a Eligio–, y seguía mi langui li langui, y de pronto me escuché diciendo: 
–Sé que no quieres darle importancia a mis lágrimas, ni saber que sufro porque me amas, te importo y te cuesta verme llorar.


Cuando yo escuché que eso salía de mis labios, era tal como si me estuviese escuchando en un ensayo, en una grabación, estaba impactada. ¿Esa era yo?  Sí, éramos mi propósito de enmienda y yo, mi oración actuando a pesar de que mi niña herida seguía moqueando. Mi asombro era mucho y mi corazón se constriñó más cuando mi esposo caminó hasta mí y me abrazó. Estamos aprendiendo a discriminar, cero generalización. La guerrera está aprendiendo a discriminar entre la frustración que le causa la relación con mi padre, la impotencia ya no la ciega, ya no puede pagarla con nadie más, y mucho menos con quien se ha mantenido con ternura a su lado. Esto es 'Gracia de Dios', su amor regalándome ternura, sacándome de la zona de conflicto, tu paciencia Señor que me transforma, y que poco a poco, va llenando mis vacíos. G R A C I A S!!!

domingo, 8 de noviembre de 2015

¿Cómo seré de mayor?



Noviembre 7
¿Cómo seré de mayor?
 A Carmen, por sus abrazos
Recuerdo la primera vez que fui a un hogar para ancianas. Esa visita me impactó, la  asocio con miedo y resistencia, con la culpa que sentía mi mamá al ingresar a mi abuela en ese lugar. Fue hace muchos años, mi hijo estaba pequeñito y lloraba mucho cuando lo llevaba de visita. Era una casona vieja, tenía amplios corredores con poltronas y perezosas para las residentes, otras abuelas estaban en sillas de ruedas. El caserón tenía un amplio patio interno lleno de plantas y el olor a orine uniformaba el interior de la vivienda.
Poco a poco fuimos acostumbrándonos a la idea de que allí estaría mejor cuidada, mi mamá la visitaba casi a diario, y yo lo hacía una vez por semana. Pronto las vecinas de mi abuela también nos daban la bendición, pronto nos hicimos conocedoras de sus historias y de sus achaques. Mi mamá comenzó a hacerles pequeños favores o a llevarles detalles: un pancito dulce, un agua de colonia, un mentol,…   esas pequeñeces que hacen más gratos los momentos compartidos, esas, con las que se riega el amor. 
Recientemente, mi marido y yo hemos estado yendo a un hogar para abuelas, allí hemos aprendido a querarlas y hemos recibido de muchas un tierno afecto. En ese hogar he conocido las diferentes formas que adquirimos las mujeres cuando envejecemos más allá de los 70. Unas andan lentamente por la vida, agradecidas y sonrientes. Otras se van entumeciendo hasta quedarse adheridas, en sus sillas de ruedas, a sus padecimientos, a sus quejas y refunfuños. Otras conservan la coquetería de la juventud, son enamoradas y llenan sus bracitos con joyería de escaso valor. Otras extrañan la cocina, y perdidas en el tiempo, añoran prepararle guisos a sus pequeños o a sus esposos. Muy pocas leen o escriben, otras son adictas a la televisión y sus comedias, como le decía mi abuela a las telenovelas. Unas decidieron francamente permitirse descansar, no resistirse a las limitaciones físicas de la edad, toman siestas a cada momento, y son grandes conversadoras, gran parte de sus charlas inician con: –Cuando yo era…y conocí a mi marido... Otras, consumidas por  la angustia y el dolor, han encontrado un camino ajeno en el cual su mente se ha extraviado, ellas mueren a diario de hambre y de miedo.
Pero cuando se trata de las mujeres de mi familia: mi mamá y mis tías, para ellas superar los 70 o los 80 es otra cosa. Ellas están increíblemente conservadas, sus cuerpos todavía esbeltos dejan traslucir la otrora belleza juvenil. Su cutis, mantenido bajo un riguroso régimen de limpieza e hidratación diarias, revela muchos menos años de los cumplidos o confesados. Igualmente lo han hecho con su mente, algunas se mantienen al día con lo que acontece, devoran tanto libros como noticias. Hacen gala de una considerable energía para hacer sus labores diarias, algunas como mi mamá, todavía trabaja fuera del hogar. Si ellas son las raíces de esta planta que florece en mí: ¿cómo seré cuando llegue a los 70?
Ahora que reconozco mi caminar impregnado de longevidad femenina, me pregunto: ¿cómo me imagino al tener esa edad?, si es que llego. Me imagino con la risa fácil y los brazos dispuestos a dar una caricia o un buen abrazo; con mi temple de siempre, pero más cercana y dispuesta a escuchar al otro. Me imagino desapegada y con poquitas cosas, con muchas ganas de seguir escribiendo y de emprender proyectos, viajes o ideas innovadoras. Imagino mis vacíos llenos de amor, y mis músculos libres de todo exceso de contracción. Mi imagino dispuesta a disfrutar de mi vida y mis amigas. Me imagino orante y servicial, agradecida de serle útil al Señor aquí en la tierra. Me imagino rodeada de gente joven, gozando al ver la pasión de esa edad, cómplice de sus aventuras. Me imagino en la orilla del mar, respirando su salitre y su peculiar bálsamo sonoro. Me imagino a tu lado escuchando tu respetuoso silencio ante el mar. Me imagino descansando y sin autoexigencias. Me imagino abuela de una hermosa nieta de ensortijados pelos largos que me abrace y me diga: –Te quiero abuela, ¿quieres jugar conmigo? –Vamos, cuéntame cómo era mi papá cuando estaba chiquito y qué travesuras hacía, anda cuéntame abuelita, vamos juntas al mar. Y le enseñaría ese hermoso poema de Rubén Darío que mi hijo recitaba de pequeño: “Margarita, está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar;  yo siento en el alma una alondra cantar; tu acento: Margarita, te voy a contar, un cuento:”

lunes, 2 de noviembre de 2015

¿Por qué te escogió mi corazón?



Noviembre 1



¿Por qué te escogió mi corazón?




Hace muchos años un entrañable amigo me preguntó: –¿Por qué tú y yo nunca fuimos  novios? –me lo dijo con cierta ansiedad en el rosto–, ¡Ah! ¿Por qué? Recuerdo haberle respondido rápidamente: –Simplemente porque tú no te hubieses detenido a pensar ni un poquito mis propuestas, me hubieses dado alas,  y estos dos apasionados juntos nos hubiésemos estrellado de lo lindo, –se lo dije entre risas–, –Dios nos protegió el uno del otro (jaja). Hoy evoco con mucha ternura esa conversación, y sin dejar de sonreír, sigo pensando igual.



Entonces me pregunto, como a diario lo hago: ¿Qué vi en ti que me enamoró? ¿Por qué te escogí entre muchos otros? ¿Qué me atrajo de tu spleen de París? ¿Qué me sedujo de tus enormes ojos tristes y tu caminar sosegado? ¿Qué me atrajo de aquella rebeldía contra el orden establecido? ¿Qué de tu escritura plagada de sarcasmo y oquedad? Y de nuevo me pregunto: ¿Por qué no alguien que hinchara mis velas para echarse conmigo al enorme y desconocido mar? ¿Por qué no un pavo real cuyas alas sólo le sirvieran para vanagloriarse y no para volar? ¿Qué sentido tiene hoy esa escogencia? ¿Qué parte de mí necesita alguien como tú? ¿Qué me hace falta de ti? ¿Cómo me complementas? Justo eso es lo que deseo recuperar, redescubrir…



Hoy me sigue retando lo impenetrable de tu intimidad. Hoy sigo agradeciendo tu presencia sólida y silenciosa. Hoy me sigue conmoviendo tu modo suave de hablar y de actuar, y tu apacible inteligencia. Hoy me cuesta verte a mi lado y no sonreír porque sigues aquí haciendo muchas cosas diferentes, a pesar de todo lo que te has quejado para moverte. Hoy te reconozco fiel y capaz de conmoverte con el dolor ajeno, haciendo el esfuerzo de ser parte del rebaño y no la oveja descarriada. Hoy te reconozco bailando a mi lado, y sé cuánto nos ha costado acoplarnos, no hemos encontrado un ritmo común, pero ahí vamos, seguimos danzando. Hoy te siento ahí llevando el chaparrón afuera y cuando entras en la casa no escampa, a veces, el temporal arrecia. Hoy quiero saber qué es lo que me complementa de ti, qué parte de ti es mi otra ala, la que nos falta para echar a volar. ¿Cuál será? ¿Lo sabes tú? ¿Se lo preguntamos juntos a Dios?