Julio 28
Eso te pregunto hoy, después que me tienes dos días
al borde del llanto y del enojo. Después de que mis pantorrillas están tan
tensas que parecen haber subido todas las escalinatas de Roma el mismo día. Que
mi hombro izquierdo apenas puede moverse sin dolor y la contracción alcanza mi
rosto, me imagino un rictus (que desconozco) porque cuando me observo al
espejo, por buen hábito, me sonrío, aunque sea para burlarme de mí misma; al
cabo de todo el cerebro no es tan inteligente como nos han hecho creer, y no
sabe si estás de veras feliz o sólo finges para proveerte de una carga de endorfina
jaja. La apariencia, lo que ven los demás, la pinta, el buen aspecto, el caché,
el porte, de eso vivimos -dijo el predicador colombiano- como muchas familias
latinoamericanas, vivimos del fingimiento, del silencio, si no se ve no se
nombra, y si no se nombra, no existe. Si todo-está-bien, ¿cómo carajo vamos a permitir que Dios
arregle algo que no queremos ver y mucho menos nombrar?
Eso, y “la
mujer en tiempos de Jesús no era nada sin los hombres”, fueron 2 frases que
echaron por tierra toda mi teoría de que esa guerrera se había aplacado, que
ella había sido incorporada a mi vida actual, que su fuerza y su rudeza, como
una melena enmarañada ante la keratina, se había amansado y domesticado. Pues
no, ahí, ante esas palabras que me zarandearon, saliste tú, mi temida guerrera,
con tu acostumbrado ímpetu, con tu memoria muscular intacta, contraída y a la
defensiva, lista para el combate. Realmente no sé cómo llamar esa lucha para la
cual te preparas. Si hablar con uno mismo se llama monólogo, ¿cómo se llamará
luchar contra uno mismo? ¿Autoembate? Así mismo es el diálogo que se genera
entre lo que siente la guerrera y lo que yo deseo admitir (o soy capaz de
admitir), tal como el terrible y constante embate de las olas, así actúa tu
ira, tu impotencia, tu indignación en toda mi construcción, mi ideación de mí
misma. Quiero decir todos mis esquemas se horrorizan de tu ira, se atemorizan
con tu mirada, hasta el punto que te esconden debajo de las muchas etiquetas
que me he puesto, que me han puesto: mujer, madre, esposa, católica activa,
cincuentona y profesional de más alto grado, educada, culta… y todo lo que eso
conlleva. Lo primitivo, lo instintivo, lo visceral de tu reacción es contrario
a cualquier raciocinio, que te niega, que no te quiere ver, que he jugado
contigo a las escondidas y que cuando te encuentro corro hacia la taima para
librar a todos (menos a ti) para que no aparezcas más.
Pero qué va, esa furia instalada en mi cuerpo desde
la niñez tiene muchos resortes de alta tensión. Fueron muchos años de no
comprender por qué era tratada de forma diferente a mis hermanos (ellos sí
podían y yo no, siendo la mayor), muchos años en los cuales vi a mi padre
tratar con predilección a personas totalmente ajenas a nosotros mientras era
indiferente a nuestras necesidades, incluso nos apartaban de él si teníamos
alguna enfermedad contagiosa; muchos años de guardar-las-cosas-para-las-visitas: comidas, chucherías, muebles de
la casa, enseres, al punto de no sentir que las cosas que habían allí eran
nuestras, ni siquiera nuestra casa lo era. Se mantenía la férrea disciplina del
hogar gracias a mi madre, quien se creía el cuento de que los hombres tienen todo
el derecho. Fui regañada y descalificada por ella y por él, y luego por mis
hermanos, por apostar a ser diferente, a ser la rara, hasta sentirme, la
malquerida.
Crecimos con la apariencia de una familia normal,
además, a-nosotros-nunca-nos–faltó-nada,
y qué-más-podíamos-pedir. Con los años lo que mi memoria fue borrando, mis
células lo han ido guardando; lo que mi culpa fue transfigurando, mi
subconsciente lo fue conservando intacto, esperando el momento en que te
buscara y me atreviera a mirarte a los ojos. Tan sólo al mirarte, allí contraída
y enfurecida, indignada porque no habías sido aceptada ni amada por tus padres,
y furiosa conmigo porque ni te reconocía, ni te aceptaba, y mucho menos te
amaba. Ahora al menos sé que la lucha que tienes es conmigo, con esta adulta
que todavía le da pena reconocerte y no se atreve a mirarte a los ojos y
decirte, desde lo más hondo de su corazón: tranquila guerrera, yo estoy aquí
para abrazarte (incluso con tus miserias), no pasa nada si te equivocas, y si
no eres igual a los demás, tranquila que Dios que te creó, te conoce y te ama
tal cual eres. Ya llegará el día guerrera, en que no te tema abrazarte.
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